Todavía inmersos en Cuaresma, estamos a tiempo de no dejar pasar este tiempo de posibilidad de conversión y gracia, a fin de aprovechar la oportunidad de poder hacer las paces con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos. Hay personas que no experimentan el menor sentimiento de culpabilidad hagan lo que hagan; en cambio, otras personas arrastran una culpabilidad insana que las mantiene eternamente atadas a su pasado impidiéndoles avanzar. Pues bien, distanciándonos de unas y de otras, no se trata de pretender crear ni alimentar sentimientos y complejos de culpabilidad, sino todo lo contrario: liberar la carga y perdonar culpas.
En 1946, el Papa Pío XII llegó a decir que «el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado». Lamentablemente, para mucha gente, eso que la tradición cristiana llama «pecado» no pasa de ser una travesura placentera, quizás por el empleo tan frívolo de la palabra «pecado». El verdadero pecado es algo muy serio y nunca deberíamos confundirlo con cosas ridículas, porque quienes hacen pecados de insignificancias acabarán haciendo de los pecados menudencias.
Quienes definen el pecado como una transgresión de la ley de Dios deberían reflexionar un poco sobre aquella vieja disputa del nominalismo: ¿matar es malo porque lo prohíbe Dios o más bien Dios prohíbe matar porque es malo? La definición del pecado como una transgresión de la ley de Dios no es falsa, pero resulta insuficiente. Para saber qué es realmente el pecado es preferible acudir a la Sagrada Escritura: el pecado es concebido como la ruptura de la relación con Dios y con los demás seres humanos.
En nuestros días el pecado como ruptura de unos contra otros ha alcanzado niveles de eficacia inimaginables en el pasado, porque hemos aprendido a cometerlo a distancia y sin mancharnos las manos, sirviéndonos de lo que el Papa Juan Pablo II calificó como «estructuras de pecado». Además, el pecado es un objetivo fallido, es decir, quien peca no acierta en el blanco de la propia vida y echa a perder el proyecto que Dios tenía sobre él. En esta perspectiva, pecar no quiere decir solo hacer el mal, sino hacerse mal.
Esta es la frágil realidad de nuestra naturaleza humana: que está herida por el pecado y necesita del bálsamo reparador de la gracia del perdón de Dios. Y es que el pecado nos afecta como seres relacionales que somos, es decir, como seres en relación con los demás, pues como ya decíamos, nuestras relaciones se trazan en referencia a Dios, al prójimo y con nosotros mismos. Como vemos, la cuestión del pecado no es asunto baladí, pues el pecado no resulta gratis sino que tiene un coste: nos va matando poco a poco, nos resta vida porque afecta a nuestra existencia, es nocivo y lesivo, es decir, pecar mata.